La liturgia de estos domingos nos viene apremiando para que profundicemos en la comunión con Cristo como el fruto de la Pascua en cada uno de nosotros, de la imagen del pastor y el rebaño pasamos a la de la vid y los sarmientos, ahora se nos revela que esta comunión se da en el amor de Dios.
En el evangelio de este domingo (Juan 15, 9-17) Jesús explica la manera de la presencia del amor de Dios en la persona que acoge el Evangelio. En el texto del evangelio de este domingo reconocemos dos partes, en la primera Jesús nos revela de qué amor se trata esta realidad que libera y dispone al creyente para obrar el bien; en la segunda parte escuchamos lo que podemos entender como la responsabilidad del discípulo ante el don recibido.
Principiemos por advertir el sentido con el que en el evangelio según san Juan se asume el adverbio ‘como’, allí más que una alusión a un ‘modelo que imitar’, el término ‘como’ hace referencia a la identidad, a la naturaleza.
Jesús afirma al inicio del evangelio de la Misa de este domingo que el Padre le participó –le dio– su amor, es decir, Jesús recibe amor del Padre. Ese amor del Padre que recibe Jesús, lo participa –lo da– a los discípulos. Algo así como una cascada: el Padre comunica su amor a Jesús y este mismo amor que Jesús recibe del Padre, lo comunica a sus discípulos. De aquí deducimos que el cristiano ama con amor divino, con amor de Dios.
En este contexto, la frase que sigue –«permanezcan en ese amor»– tiene el sentido de una llamada al discípulo a hacerse responsable del don recibido.
Aquí hay un avance respecto al domingo anterior. Este permanecer ya no es únicamente por la obediencia a la palabra de Jesús, como leímos hace ocho días en la imagen de la vid –«si mis palabras permanecen en ustedes…»– ahora la invitación a permanecer significa vivir en el amor recibido, vivir amando con este amor divino.