En el evangelio de la misa de hoy (Mateo 25, 31-46) diferenciamos dos partes, en la primera tenemos la tercera de una serie de parábolas que venimos siguiendo los últimos domingos en nuestra lectura del evangelio según san Mateo, parábolas que nos invitan a prepararnos para el encuentro con el Hijo del hombre al final del tiempo. La segunda parte del evangelio de este domingo nos devela a qué viene el Hijo del hombre.
En la parábola de la primera parte, el Hijo del hombre es presentado al principio como rey que se sienta «en el trono de su gloria» y luego como pastor que «separa las ovejas de las cabras». Aquí se presenta la salvación como elección de los justos.
A su turno, la segunda parte del evangelio de este domingo nos revela que el Hijo del hombre viene a consumar la historia de salvación. La imagen del juicio final está construida simétricamente por dos diálogos entre el Rey-juez y los redimidos/condenados y por la declaración de la sentencia al final en cada caso. Como si el texto tuviese la intención de que no nos olvidemos, la descripción del juicio menciona cuatro veces las precariedades de los necesitados con su correspondiente liberación.
Para llegar al mensaje central del texto adentrémonos en él a través de la sorpresa que manifiestan tanto los redimidos como los condenados ante la elección o el rechazo: «Señor, ¿cuándo te vimos con hambre o con sed, desplazado o desnudo, enfermo o en la cárcel?». Esta extrañeza nos deja ver que se trata de personas que no pensaban en la recompensa o en el castigo. Cuando se obra por la recompensa se ha asumido la caridad como mercancía, como un objeto de intercambio.
El texto se propone llevarnos a algo más profundo: la bondad como parte constitutiva del hombre del Reino; más que hacer obras buenas, se espera del ciudadano del Reino un hombre transformado por la gracia.
Al mismo tiempo esta extrañeza aproxima el proyecto del Reino al ideal de otras religiones y de otros caminos de humanismo en donde hombres y mujeres que ignoran a Cristo y el Evangelio siguen en su actuar una ley inscrita en el corazón (véase Romanos 2, 12-16).
Desde esta perspectiva se comprende el alcance universal de la redención obrada por Jesucristo, desde aquí podemos comprender el sentido amplio de su reinado universal.
La universalidad del reinado de Cristo se entiende como la consumación de la encarnación; el resultado de la obra del Emmanuel es un reino universal. El concilio Vaticano II nos ha dicho que, por el misterio de la encarnación, Dios de alguna forma se ha unido a todo ser humano (véase Gaudium et spes, 22).
Realmente Dios quiere salvar a toda la humanidad y Jesucristo, por su encarnación, se constituye en salvador de todos pues en él el amor universal de Dios llega a cada ser humano, aunque esta experiencia de gracia y de amor no alcance a ser sistematizada en forma explícitamente religiosa.
La encarnación, más que un concepto, es realidad histórica de hambre, sed, desnudez, desplazamiento forzado, enfermedad, prisión; Dios padece el dolor del mundo, el Rey-juez se identifica y se deja amar en esta realidad humana de carencia; pero también el Rey-juez por su misterio pascual renueva a la humanidad y concede su gracia a todos.