Hemos sido incapaces de llenar de vacunas las droguerías de la esquina. Los puentes de las carreteras se le caen hasta al ingeniero más rico. No hay dónde sentar a los estudiantes ni de colegios ni de universidades públicas. Ni a los que ya están matriculados ni a los millones que les dijeron que los llevarán gratis a clase. No sabemos cómo transportar a los millones de trabajadores a diario por andar trazando senderos de mariposas y limpiando ríos que nadie visita. Seguimos llenando el país de abogados, sicólogos, comunicadores y escasean los ingenieros de todo tipo, los economistas de verdad, los científicos, los médicos para el campo, etc. Es curiosa nuestra adicción al mundo de las palabras y vivimos como refugiados en ellas y todos los días nos inventamos nuevas para ocultar las heridas que nos lastiman de tiempo atrás. Hasta los mismos revolucionarios están atrapados por su propio diccionario. Ningún sentido práctico.
Pero lo más grave de todo esto es que a nadie, ni siquiera a los que piden cambios, en realidad les interesan las cosas prácticas. Comen y se nutren de ideología, pero no del interés por el bien y el progreso común. Los gremios y los sindicatos, los bancos y el Estado, el Gobierno y los gobiernos locales, los taxistas y los camioneros, los coqueros y los contrabandistas, el Ejército y la Policía, los estudiantes y los profesores y un largo etcétera, a ninguno en verdad les interesa cambiar. Su práctica es defender su nicho a como dé lugar. Y se hacen matar por eso. Es lo más práctico que saben hacer. Por eso no hay que ver nada de lo que sucede actualmente en ningún lugar de Latinoamérica como luz de esperanza. Es más de lo mismo: unos tratando de tragarse a otros.