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#EvangelioDominical - Homilia en la Eucaristía de fin de año 2018

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En el Evangelio que hemos escuchado, San Lucas dice que los pastores, después de ver al niño acostado en el pesebre, “se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo…

Gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído. ¿Qué fue realmente lo que vieron y lo que oyeron? Tal vez podemos pensar que vieron con los ojos del alma y oyeron con los oídos del corazón. Los ojos del alma son los que pueden ver a Dios en Cristo y los oídos del corazón son los que están capacitados para escuchar su palabra en toda su profundidad. Vieron a Dios, viendo a Cristo, oyeron al Padre de todos nosotros, en esa Palabra, Cristo, encarnada en las entrañas del Virgen Madre. Se ve a Dios, se le oye para darle gloria y alabarlo. Esta hermosa actividad de alabar y glorificar a Dios es la que hizo grandes a personas como María, como San José, Zacarías, Isabel, los pastores, Juan Bautista, a Santa Laura Montoya, a San Juan Pablo II y tantos hombres y mujeres que vieron con los ojos del alma y oyeron con los oídos del corazón.

Al finalizar un año más podríamos hacer el ejercicio de mirar atrás, no solo con los ojos de nuestra cara, sino con los mismos de los santos y santas de siempre. Una mirada al tiempo que pasó y en el cual sin duda Dios estuvo presente. Una simple mirada humana no puede descubrir todo lo que contiene nuestra historia personal, matrimonial, familiar, nuestros días de trabajo y estudio, nuestras horas de alegría y triunfo y las infaltables jornadas de angustia y preocupación. Mirar el año que concluye, sobre todo, para alabar y glorificar a Dios, porque allí estuvo presente. En efecto, donde hubo amor, allí estuvo Dios; donde hubo generosidad y solidaridad, allí estuvo Dios; donde hubo risas y serenidad, allí estuvo Dios. Y, también, donde hubo dolor y esfuerzo, estuvo presente el Dios del Gólgota; donde hubo enfermedad y angustia, estuvo el Dios crucificado; donde la muerte se hizo presente, el Dios de la vida llenó con la resurrección a quienes creíamos desaparecidos para siempre. E imposible contar todos esos momentos íntimos, tremendamente personales, en los cuales muchos de nosotros podríamos decir que vimos, más aún tocamos a Dios; eso sucedió en la oración, en la adoración eucarística, en la comunión sacramental, en la reconciliación también sacramental, en la conversación de nuestra alma con su Padre y Creador. Y tocamos a Dios en el enfermo, en el pobre, en el triste, en el mendigo, en el migrante. Este es el pesebre de la vida: en el que vemos sin cesar a Dios en Cristo, en cada persona y en nosotros mismos.

Por todo lo dicho es que, con temor y temblor, pero también con profunda alegría y serenidad, nosotros nos atrevemos a llamar a Dios “Padre”. Podemos decir que tenemos un Padre que está en los cielos, pero que a cada momento lo abandona para ser Padre que estás en la tierra, Hijo que estás entre nosotros, Espíritu que iluminas cada paso de nuestra vida. Nuestra vida, todo lo que sucedió en el año que ahora termina, es la historia de un hijo, de una hija, de Dios. Es la historia de los hijos de Dios. Es la biografía de quienes un día nacimos como seres humanos y carnales, pero, también, un día nacimos, por el bautismo como seres espirituales, herederos por voluntad de Dios, según la afirmación del Apóstol. Y la característica de quienes hemos sido llamados por Dios a ser sus hijos es que siempre nos sabemos en las manos Providentes de nuestro Padre. Quiere esto decir que siempre estamos alegres, siempre podemos confiar, siempre estamos iluminados, siempre hay sentido, siempre tenemos esperanza y una esperanza que no defrauda. No nos da miedo decir que vamos en la vida tomados de la mano de Dios y nunca hemos sentido desamparo ni una oscuridad invencible. Cuando hemos estado en tiniebla, la luz apareció oportunamente, como apareció Cristo para Israel cuando todo parecía consumado por un aplastante imperio romano. Como apareció Cristo resucitado para sus apóstoles, sumidos en la tristeza por la aparente derrota en la cruz. Como está apareciendo Cristo luminoso para su Iglesia sometida hoy a tantas oscuridades dese adentro y desde afuera. Siempre brilla la estrella de Belén. Basta levantar la cabeza, basta levantar los ojos del alma, y allí la veremos como luz del mundo, luz para nosotros.

Y se hace necesario continuar el camino, el de la vida, el de la salvación, el de la liberación del pecado y la muerte. Acaso no necesitemos más consejo que el que sugiere el mismo Evangelio al describirnos la situación de los pastores: escuchar y ver. Tracemos el nuevo año con esas dos luces providenciales: escuchar a Dios, ver a Dios; escuchar a Cristo, ver a Cristo, escuchar al Espíritu Santo, ver al Espíritu Santo. ¿Cómo será eso? Preguntó María. Orando, orando mucho. Escuchando sin cesar la Palabra divina. Cayendo de rodillas una y otra vez ante Jesús sacramentado. Practicando a manos llenas la misericordia con los pobres y necesitados. Leyendo una y otra vez los mandamientos de la santa ley de Dios. Repitiendo cada vez con más y más fe, el Padre nuestro, la oración diseñada con mano maestra por el mismo Jesús. Dejando que el Espíritu Santo venga sobre cada uno, como vino sobre María, y engendre en nosotros la hermosísima obra de Dios. ¿Hay entre nosotros alguien que esté alegre y feliz? Escuche a Dios para saber cómo cuidar esa bella situación de vida. ¿Alguien entre nosotros está triste y pesaroso? Escuche a Dios que quiere transformar esa tristeza en gozo y alabanza. ¿Alguien entre nosotros está lleno de salud y prosperidad? Escuche a Dios para convertir esos dones en servicio al prójimo. ¿Alguien entre nosotros está enfermo y acaso ve próximo el final? Escuche a Dios para hacer de ese momento de prueba ocasión de purificación y preparación.

Solo pidamos a Dios para que seamos capaces de alabarlo y glorificarlo, como lo hicieron los pastores, finalmente, la misma bendición que dio al pueblo de Israel:

Que el Señor nos bendiga y nos proteja,

ilumine su rostro sobre nosotros,

y nos conceda su favor.

El Señor se fije en nosotros

y nos conceda la paz” (Números 6,27)

 

Amén.