El episodio del evangelio de la misa de este domingo (Juan 20, 19-23) está unido al resto del evangelio según san Juan a través de dos importantes temas que expuso Jesús a sus discípulos en la despedida: volver a verlos y la promesa del envío del Espíritu.
El reencuentro del Resucitado con sus discípulos narrado aquí tiene tres partes: la primera manifiesta la iniciativa del Señor, tema característico del cuarto evangelio; en la segunda parte Jesús se da a conocer a los discípulos y concluye con el traspaso de la misión.
El relato principia situando la escena. En Jerusalén, el mismo día de la resurrección, primero de la semana, a la hora en que la comunidad primitiva se reúne para la Eucaristía. La mención de las puertas cerradas hay que vincularla con la iniciativa de Jesús, más que con la condición gloriosa del Resucitado que ‘atraviesa muros’, pues el texto evidencia las muestras de la crucifixión (huellas de los clavos y herida en el costado). Las puertas cerradas devuelven a los discípulos a la condición de muchos judíos, meramente simpatizantes, que viven en el anonimato por miedo a los judíos: los padres del que nació ciego y ahora ve (Juan 9, 22), algunos miembros del Sanedrín (Juan 12, 42), José de Arimatea (Juan 19, 38).
En la segunda parte se narra un acontecimiento sorprendente: el Resucitado viene a los discípulos y se pone en pie en medio de ellos. En el texto griego ‘ponerse en pie’ lleva a pensar en el verbo con el que se habla de la resurrección: ‘levantarse’.
Las palabras de Jesús, más que el saludo judío ¡Shalom! hay que entenderlas como la aseveración de que él viene a traer el don efectivo del Shalom que les había anunciado en la despedida de la última Cena (Juan 14, 27). Así lo comprenden los discípulos y por ello su reacción: la alegría por «ver al Señor».